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El maestro Luis vive entre hilos, tijeras y explosivos

Quito.- Es el solitario habitante en el cuarto piso de un edifico de 10. Apenas una tabla que dice Sastrería Luis T, con letra a mano, advierte que se trata de un taller de costura. Una televisión con limitada señal está prendida, mientras don Luis acaricia la tela de un pantalón con una plancha de 50 años de existencia.

Hay que golpear la puerta “duro duro” o saludar alzando la voz para que preste atención. Adentro está un hombre de estatura mediana, con un pantalón bien planchado y una gorra GIR, que recién se inmuta de la presencia de sus visitantes cuando están a pocos centímetros de él.

Conversar con el maestro Luis es viajar en una máquina del tiempo. Fue el primer dactiloscopista del país, además de policía de tránsito y sastre. Creció en el siglo pasado y a sus 80 años lleva en su lúcida memoria, parte de la historia de la Policía Nacional y de la moda de Quito.

En la actualidad se niega a dejar el espíritu policial y mantiene un taller de alta costura en la torre de rapel del Grupo de Intervención y Rescate (GIR), que sirve para practicar las distintas formas de rescate de los comandos.

A pesar de su carácter ermitaño, Luis Humberto Tapia es muy conversador, más aún cuando se trata de un tema de su vida policial. “Me retiré de la Institución hace 37 años y me dediqué de lleno a la sastrería, que aprendí cuando tenía 12”.

Llegó hasta primer curso del colegio Vicente León de Latacunga, porque sus padres, en esa época, no querían que estudie y lo obligaron a aprender la profesión de las telas e hilos. Le advirtieron que la sastrería es “padre y madre” y que con esta tendría futuro. Su mentor fue el reconocido sastre Abraham Cevallos, según don Luis, el mejor del país en ropa civil, de la época.

A pesar de que tiene un solo aparato auditivo en su oído derecho, escucha muy bien cuando se le pregunta de su vida policial, no sin antes contar que se casó a los 19 años con Ana María Benalcázar, su único amor. A los 20 ingresó al cuartel Mariscal Sucre y un sargento Terán le enseñó los secretos para confeccionar ropa militar.

Vida policial

Para conversar sobre su vida en la Policía, el maestro Luis se sienta al lado de su fiel amiga y confidente, una pesada máquina de coser Singer 28 de los años 70, con mesa de soporte de madera y pedal de hierro, una belleza de colección.

“Antes rogaban para que uno ingrese a la Policía. Me pidieron la libreta militar y me dirigí hacia la Guardia Civil que era como se llamaba antes la Institución del orden. En el año 1965 recién cambió y se crearon los rangos de subteniente, teniente y demás”, comenta el octogenario hombre.

Pero no fue fácil al principio. Mientras clava su mirada en el techo del taller y rebobina el ‘casete’ de recuerdos, cuenta que ser policía era difícil, que no era nada de lo que es hoy. “La ropa que utilizaba la Policía era la que regalaba Estados Unidos en la guerra de Vietnam, no teníamos zapatos, éramos pobres, andamos con remiendos”.

Pero como no hay mal que por bien no venga y como siempre tuvo esa chispa adecuada para las oportunidades, don Luis hacía más ‘chauchas’ remendando ternos, camisas y pantalones. “Es que mi sueldo era de 330 sucres y había que mantener a la familia”. Desde ese momento, su vida fue una rueda moscovita de situaciones altas y bajas, de anécdotas bajas y pésimas, de experiencias pésimas e injustas, como cuando se inscribió en el curso de los primeros dactiloscopistas del país, en Guayaquil.

El primer dactiloscopista

“Antes, la Policía no manejaba la investigación sino las pesquisas, fui la primera antigüedad del curso y entre las felicitaciones y halagos tuve un inconveniente con un oficial, le empujé y me mandaron con el pase a Loja”.

Todavía contrariado, se dedicó a laborar como dactiloscopista en diversos servicios como Inteligencia, manejando además archivos de huellas de delincuentes, “En ocho días se podía saber la relación entre las huellas de los detenidos con el archivo monodactilar, ahora se puede saber en pocas horas. En esos años trabajé en Loja, Machala y Guayaquil”.

En esta última ciudad vendría la revancha de su destierro provincial. Con sus conocimientos en huellas, resolvió el caso del robo de ochos cuadros de plata al Gobernador de Guayas. Era la primera vez que se daba con los responsables del delito a partir de rastros dactilares. El premio a su excelente trabajo fue el ascenso de policía a cabo.

Feliz y motivado por el galardón obtenido regresó a Quito y enseguida se dirigió a la Comandancia. Efectivamente, el ascenso estaba en el escritorio de la Secretaría General. Un compañero lo recibió y le dijo que el grado inmediato era del policía Luis Tapia, pero que tenía que pagar 400 sucres. ¡Plop! “No tenía dinero, cómo iba a ser posible que uno tenía que pagar para ascender, no era justo”, otra vez el destino le jugaba una broma macabra.

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Un policía elegante

Su taller está rodeado de uniformes policiales, el A1, el A4, el tradicional camuflaje. De entre todas sus obras, don Luis saca una revista de 1965 que la considera un tesoro. Allí aparece una foto suya cuando era agente dactiloscopista y una curiosa imagen de un policía de tránsito con guantes blancos.

“No ve que antes los policías de tránsito éramos los más respetados, utilizábamos guantes blancos y un uniforme azul, además nos subíamos en un taburete y apagábamos el semáforo manualmente. Los extranjeros nos tomaban fotos y nadie se atrevía a extorsionarnos porque eso era cárcel segura”, afirma el maestro.

La frase “no hay mal que por bien no venga” se convirtió en el estilo de vida de don Luis. Pasó a tener su sastrería en el barrio Las Casas, pero la vivienda fue vendida y tuvo que irse, luego se trasladó al GOE y el oficial que lo llevó falleció y tuvo que irse. Trasladó su taller a la Aduana, pero el Gobierno de turno lo desalojó. Pero así como el destino le generaba la enfermedad, así mismo le proporcionaba la cura y cuando entregaba unas trajes en el Hospital de la Policía, un oficial del GIR le dijo que si le gustaría trabajar en la Unidad, no dudó y dijo que sí.

Desde ese entonces han pasado 13 años y don Luis piensa en abandonar el GIR. Sus amigos comandos le dicen que no, que continúe poniendo parches y cociendo sus gloriosos uniformes. Pero el maestro señala que no gana sueldo y que con una pensión de 480 dólares no le alcanza.

El retiro está cerca, añade, aunque sus ganas de coser están intactas, solo sus oídos son los que le están dando las espaldas, se confiesa. Pero también “como no hay mal que por bien no venga” esto también le ha servido para no escuchar los ladridos de los perros policías que están cerca de su edificio, así como los disparos y las explosiones de las armas de los agentes especiales.

Con una sonrisa que ilumina el taller, don Luis cuenta, en son de broma, que estar sordo le ayudó a no asustarse cuando hubo las explosiones de un polvorín en el GIR hace cuatro años, tampoco escuchaba que desde abajo sus compañeros policías le decían que baje urgente, él siguió trabajando, luego fue auxiliado.

Es cerca del mediodía del martes 19 de junio y tiene varias obras por terminar. Desde la ventana observa el trabajo de los futuros comandos que suben y bajan la torre acompañados de cuerdas, miedo y peligro. Cuando se le pregunta si extraña ser policía, él responde “mande, cómo dice, ah sí… se me perdió el anillo de casado, ahora mi mujer me habla” y sonríe. Redacción O. R. /Quito.

Fotografías:


 

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